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Alejandra Pizarnik: Una artista incomprendida

Leer a Alejandra Pizarnik es convencerse de que ella era una mujer atrapada en la eterna búsqueda de un porqué a todo lo que compone la vida y muerte. Su indagación del mundo, a fin de encontrar en el universo de las palabras alguna que pudiera contener todo ese vacío e incomprensión, la acercaron a la poesía que, para Alejandra, era el único puente para poder conectarse con este mundo repleto de abismos. Una artista incomprendida que, sin saberlo o sin quererlo, hoy trasciende el espacio y tiempo para convertirse en un icono de la literatura latinoamericana. 

Flora Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936 en el barrio de Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina. Sostuvo una entrañable amistad con grandes escritorxs como Olga Orozco, Julio Cortázar y Octavio Paz, quien colaboró con ella realizando el prólogo de uno de sus libros más reconocidos: “Árbol de Diana” (1962).

Fue traductora, poeta y ensayista. Sus comienzos en la escritura se dieron a muy temprana edad, cuando empezó a buscar un refugio en el mundo de las palabras, tras sentir que no era compatible con todo lo que la rodeaba; época donde empezaban a aflorar diferentes signos de ansiedad y depresión. 

Su formación artística quiso comenzar con el estudio de Filosofía y Letras, carrera que posteriormente abandonaría, así como también lo hizo con la carrera de Periodismo. Aún así, el mundo y su desconcierto nunca pudieron apagar su intensa relación con el arte y tenacidad, comenzando así a relacionarse con la pintura, a través de talleres dictados por el pintor Juan Batlle Planas. Para, posteriormente, viajar a París, donde se desarrollaría como traductora y continuaría cultivando su pasión por la escritura. 

Escritora de grandes obras poéticas como “Árbol de Diana (1962)”, “Los trabajos y las noches (1965)”,  “La condesa sangrienta (1966)”, “Extracción de la piedra de la locura (1968)” y “En esta noche, en este mundo” (1972), y una empedernida pintora, nos muestra que a ella pertenece la intemporalidad. Esto es aquello que está fuera del tiempo o trasciende, porque Alejandra creó puentes que juegan con el espacio y tiempo, palabras y horizontes que se burlan de la continuidad del presente y viajan desde ella -eterna-, hacia el todo.

Alejandra, siempre Alejandra

Alejandra Pizarnik, entre el cuerpo y la sexualidad

A lo largo de su carrera podemos ver cómo refleja una total ausencia de cariño por ella misma, y a través de sus innumerables textos y poemas, Alejandra da cuenta de su marcada obsesión por vivir en el afuera de sí misma y del mundo. Una inexplicable fuerza la atrae y la lleva hacia allí, como una ola enorme que rompe en y contra ella, donde el dolor la doblega y la obliga a alimentar el fantasma de un personaje que ella misma creó.

Alejandra atraviesa su pubertad de una forma dolorosa: desde el padecimiento de sentir y creer que ningún lugar le pertenece, que no existe un hogar o que nada ni nadie la acoge. Sucumbida ante una niñez sin cariño, en una familia inmigrante, sin patria y sin tierra, donde ella misma también se consideraba inmigrante de su propio cuerpo, fue cuando aprendió a vivir atormentada por ser la sombra de lo que ella jamás podría ser: su hermana mayor, con quien su madre la comparaba innumerable cantidad de veces. En el libro “Diarios”, Pizarnik relata: “Esa Myriam delgada y bonita, rubia y perfecta según el ideal materno, que todo lo hacía bien y no tartamudeaba ni tenía asma, ni montaba líos en el colegio”. 

Su mundo, es decir, el mundo de una niña, giraba en torno a la apariencia física como un castigo: su acné, peso y asma, y esta herida punzante por no poder ser lo que otros quieren, por no ser bella y esbelta, dirigían la escena de su vida, cruzando el umbral de la niñez hacia la adolescencia con un puñado de anfetaminas en la mano a fin de bajar de peso, bautizando así su obsesión por ser algo que no es. Alejandra relata el dolor por su cuerpo: “Me miré en el espejo y tengo miedo. Después de mucho tiempo logré encontrar mi perfil derecho tal cual es en mi mente, es decir, infantil. Cuanto al izquierdo, me horroriza. Perfil de plañidera judía. Todo lo que execro está en mi rostro visto por la izquierda. Y no obstante, a partir del cuello, quiero decir, del cuello a la cintura, amo más mi derecha, lo que no sucede de la cintura para abajo. Todo esto me angustia porque es inexplicable. Pero yo sé a qué me refiero”.

Alejandra Pizarnik

Habitaba la vida de una forma tortuosa y no, puesto que los pocos placeres (sí es que los había) no alcanzaban para llenar todo aquel vacío. Quizás sea que, en esa mala época, tampoco pudo vivir con libertad su sexualidad. “Pero pasa que me asusta la palabra ‘homosexual’. Prejuicios viejos en mi vida joven”, escribe en su libro “Diarios”, un deseo que latía impertinentemente. Tal es así que toda información respecto al tema se encuentra encubierta en sus obras, mas no se halla de forma explícita ya que, tras la muerte de Alejandra, su hermana Myriam, quien supervisó la edición del libro «Diarios», el cual fue  publicado tras la muerte de Pizarnik, pidió que se suprimiera gran parte de información que daban cuenta de su vida privada. Aunque no hace falta entrar en detalles para acercarse a su vida privada, ya que ella se había encargado de dilucidar su verdad a través de la poesía. 

Alejandra era una mujer salvaje, tímida, sensual, que jugaba con las palabras, las dejaba en su cuerpo y las exorcizaba, el mundo que le parecía aburrido se filtraba a través de ella y solo dejaba algunos espasmos que daban cuenta de su vida. 

El dolor de no pertenecer, te pertenece

Estrafalaria y diferente, Alejandra se obsesiona con escribir. La niña monstruo, extrañada de este mundo que tanto duele y no encuentra forma de habitarlo siendo tan distinta a todas las demás, decide ocultarse en el lenguaje y trasladar la exigencia por su cuerpo hacia la escritura, viviendo así a través del único lugar donde puede controlar algo de lo que sucede. Noches en vela, fumar incesantemente, pastillas para dormir, tertulias, alcohol y la decisión de encontrar asilo en largas conversaciones con los libros durante las madrugadas, ocultarse del día y vivir a la luz de la luna, se convirtió en una artista de mundos oníricos. Torturada por su identidad, una extranjera sin patria y un cuerpo que no transaba con los estereotipos, decide exiliarse al terreno del arte para vivir entre letras.

Alejandra comienza a vivenciar su etapa más oscura, la de vivir, cuestionar e idealizar incansablemente la niñez, la muerte, la noche, la oscuridad y el inconsciente, a través de la poesía. En su libro “La última inocencia” (1956), podemos contemplar cómo amarra su alma al pasado y lucha por desdibujar su ser, a fin de convertirse en todo aquello que no es humano; Alejandra se desprende de sus carnes y su cuerpo, para ser poesía a través de todo lo que nadie ve:

“¡Pudiera ser tan feliz esta noche! 

Si solo me fuera dado palpar 

las sombras, oír pasos 

decir ‘buenas noches’ a cualquiera 

que pasease a su perro, 

miraría la luna, dijera su 

extraña lactescencia, tropezaría 

con piedras al azar, como se hace”. 

El dolor de no pertenecer late constantemente en sus obras, la artista incomprendida, quien atravesó una depresión tan fuerte que la llevó a ser internada en centros psiquiátricos reiteradas veces, cuelga el título de “Poeta maldita” en su cuello y extirpa todas sus verdades hasta quedarse sin aire. No detiene su búsqueda, es imperante seguir escarbando en el mundo de las palabras, puesto que nada la conforma, ni los versos que tan solo son un bálsamo para aquellas heridas tan profundas. 

Flora Alejandra muere a causa de suicidio por sobredosis un 25 de septiembre de 1972, a sabiendas de que ella ya se había cruzado con la muerte mucho antes de conocerla. 

Lo último que escribió fue: “No quiero ir más que hasta el fondo”.

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