El arte despierta en todos nosotros sentimientos que en la cotidianidad no aparecen, una sinfonía de sensaciones que experimentamos intensamente. Una imagen de una película puede evocar en nuestra mente recuerdos vívidos, un lugar específico, momentos ya pasados. Nos adentramos en otro mundo, una realidad que se rige por una lógica diferente a la de nuestro día a día. Al menos por un rato, tenemos la oportunidad de liberarnos de lo que nos oprime en nuestra vida, de ser otra persona.
El arte, ya sea cine, literatura, pintura o música, nos hace experimentar un mundo sensible antes velado para nosotros. Y en ese proceso, además de disfrutar de la experiencia estética, desarrollamos una relación afectiva, con la obra de arte o con el artista. Sentimos cierto apego por estas personas que crearon aquello que tanto disfrutamos.
Los elogiamos por sus méritos artísticos, defendemos su arte en los debates estéticos. Nos enamoramos un poco de ellos con cada imagen, diálogo, u oración que crean. Los sentimos cercanos, como si fuesen un familiar o un amigo, porque nos identificamos con su obra; la experimentamos como propia, nos atraviesa completamente, respira en nuestro cuerpo.
El artista y su monstruosa realidad.
Pero todo este altar que construimos para el arte puede caerse muy fácilmente cuando la persona que creó aquello que tanto nos gusta hizo cosas en su vida personal que están mal. Nos duele como si se tratase de alguien conocido, y sin embargo, no lo son; son completos extraños. Al principio preferimos negarlo, nos intentamos convencer de que no es así, pero eso que hicieron atenta contra nuestros principios y valores; nos molesta, enoja, indigna. El artista que tanto admirábamos pasó a convertirse en una especie de monstruo, que convive con nosotros como un espectro amenazante.
Hoy en día se debate constantemente la separación del artista y la obra. ¿Es posible hacer algo así?, ¿queremos hacerlo? A priori, no hay una respuesta obvia, o correcta. Todo tiene matices, desniveles; el camino que se estira frente a nosotros, como espectadores, se muestra engorroso, difícil de definir.
Dentro de este debate hay figuras centrales en el ambiente artístico como Woody Allen, un cineasta reconocido por sus personajes neuróticos y comedias ambientadas en la ciudad de Nueva York. Sus películas construyen para el espectador una experiencia única, desde su hermosa fotografía y paleta de colores, hasta sus diálogos brillantes, que destilan elocuencia en cada una de sus palabras, y son encarnados por personajes que le dan vida a la película por su particularidad y extrañeza.
El nombre de Woody Allen es sinónimo de la ciudad donde sus películas se desarrollan, y hablar de él es hablar de una cinematografía específica, con su propia retórica y estética, que se ha vuelto un elemento esencial en el cine desde los años 70.
¿Es justo que sus películas hayan sido baneadas en Estados Unidos? ¿Deberían ser consideradas más allá del cineasta, o no es posible disociarlos?
Está claro que en algunos casos resulta extremadamente difícil separar al artista de su obra porque ésta tiene ciertos elementos que nos permite leerla en clave autobiográfica, y eso nos perturba. Quizás intentamos ignorar las cosas que sabemos sobre el artista y ver la película sin pensar en eso; pero la obra está imbricada tan intrínsecamente con la visión del mundo del artista que, inevitablemente, se filtra en la misma.
A través de destellos, de ciertos momentos que resuenan en nuestras cabezas como alarmas que ya no nos dejan concentrarnos en lo que estamos viendo. Por ejemplo, puede suceder que, al ver Manhattan por primera vez, algún que otro espectador se horrorice ante la imagen de un hombre de cuarenta años en una relación amorosa con una adolescente de diecisiete años, pero lo deja pasar –al fin y al cabo, es sólo una película, una invención del artista.
Pero quizá, si este mismo espectador supiese que Woody Allen salía con Soon-Yi –una de las hijas de Mia Farrow, su expareja– mientras aún iba al colegio, la película se vuelve un oscuro reflejo de lo real, una autobiografía tétrica de un hombre con serios problemas. Se vuelve casi imposible separar la ficción de la realidad. Los espectadores trazan una línea que conecta al personaje principal de la película –actuado por Woody Allen– y al cineasta que creó las imágenes que están viendo.
Pero no es solamente eso lo que se dice de Woody Allen: su hija adoptiva, Dylan Farrow, lo acusa públicamente de acoso sexual cuando ella tenía tan solo siete años. El director se defiende diciendo que su madre Mia, despechada y resentida por su relación con Soon-Yi, convenció a Dylan de que el padre le había hecho eso, y la manipuló para ponerla en su contra.
Estas cosas nos obligan, en tanto espectadores o seguidores de un artista, a recordar que detrás de la obra no hay un genio, alguien especial y único por sus dones artísticos; sino una persona ordinaria, con sus defectos como cualquier otro. Y esto es complejo desde la experiencia individual de cada persona: algunos pueden sentir un profundo desprecio o rechazo al ver las películas y por ende deciden dejar de hacerlo; y quizá otros siguen disfrutando de ellas, e incluso pueden sentirse ofendidos cuando alguien cuestiona su decisión por razones morales.
El artista vs la percepción de su público
La realidad es que las películas del director no cambiaron, éstas siguen siendo las mismas, con los mismos detalles controversiales de siempre; lo que cambió fue la percepción del público. Nosotros cambiamos, y al saber lo que sabemos, sus películas nos resultan difíciles de ver, tocan nuestras vértebras de una manera que nos hace sentir incómodos. Ahora es difícil ver su cine como lo hacíamos cuando no sabíamos, sentimos un rechazo que se manifiesta de manera involuntaria.
Lo mismo sucede con otros casos, uno es el de Michael Jackson: antes podíamos disfrutar su música tranquilamente, pero al enterarnos de que es acusado de pedofilia, todo eso cambia. Sus letras, que hablan de cuidar a los niños que sufren, se vuelven retorcidas y sombrías. Es difícil escucharlas sin pensar: este hombre fue denunciado por abuso de menores.
Es verdad que, en cierto punto, toda obra tiene su dosis de lo autobiográfico. Como artista, uno crea, escribe, e inventa desde lo conocido. Puede extenderse hasta ciertos límites desconocidos, pero siempre hay un nivel de verdad en las historias que se narran, se filtra algo de la experiencia personal.
Pero éste no es el problema, no hay que exigirles a los artistas que produzcan sus obras separándose de sus vivencias personales; sería algo absurdo, imposible de hacer. Como individuos, estamos hechos de nuestras experiencias, y no hay forma de disociarnos de eso. El problema es otro, ya que los que cambiamos de perspectiva somos nosotros, los espectadores, y no los artistas. Siendo conscientes de la persona que hay detrás de la obra y sabiendo ciertas cosas sobre ellos con las que no estamos de acuerdo, ¿seguimos consumiendo su arte o no? ¿Somos capaces de considerar la obra de arte independientemente de su creador?
El artista vs la moralidad
Otro punto en cuestión es que el arte no debe estar restringido o guiarse por aquello que sostiene y propone la moral de una época; al contrario, es interesante ver cómo en las obras de arte los artistas construyen otros modos de leer el contexto social e histórico. El arte tiene una potencialidad infinita ya que se nutre de todos los puntos de vista, cuestiona aquello que escucha, desarma los discursos y les da una dosis de extrañamiento, el suficiente para que los espectadores se replanteen sus ideas, las vuelvan a pensar desde otro lugar. El arte logra justamente eso: crear nuevos (y otros) modos de pensar para relacionarse con los acontecimientos de la época.
Pero esto no significa que, por dedicar su vida al arte, tengamos que excusar las ofensas o acciones erróneas de los artistas; éstos no deberían ser exceptuados de los valores con los que medimos al resto de las personas, los mismos que actúan como base para la sociedad.
Es quizá en este punto donde hay que separar obra de artista. La obra de arte puede proponer un punto de vista que genere controversia, pero el espectador entiende que se encuentra frente a un hecho estético, cuya función es incomodar a las personas, sacarlas de su zona de confort, enfrentarlas a aquello que no quieren ver o aceptar. El arte, además de ser una forma de experimentar con lo bello, es incómodo, incisivo, ataca en espasmos que nos nutren de cosas nuevas.
En cambio, si sabemos que el artista actúa de una forma que consideramos mala o errónea, lastimando a otras personas, no me parece que la respuesta sea dejarlo pasar por sus aptitudes como artista, sino que es importante visibilizar estos hechos. Al tratarse de personas reconocidas en la sociedad, la mayoría de las veces las víctimas son silenciadas, apartadas, amenazadas. Y es aquí donde nosotros, en tanto espectadores, tenemos que intervenir, donde podemos hablar para que esas personas sepan que no están solas. Que siempre hay alguien dispuesto a ayudarlas y escuchar su historia.
Es por esto mismo que la mayor dificultad se encuentra con los artistas contemporáneos, ya que son personas con las que convivimos y compartimos una realidad. Que existen junto a nosotros y a las víctimas. Al continuar consumiendo su arte, les estamos dando la oportunidad de seguir viviendo como personas distinguidas, más allá del bien y el mal.
Hay cierto grado de responsabilidad en los espectadores cuando se trata de un artista que sigue vivo, que puede seguir lastimando a otras personas. Es otro el riesgo, hay más cosas en juego. Comprar una entrada para ver una de sus películas ya no significa solamente ir al cine a entretenernos, sino que también implica generarle ingresos al artista, y más reconocimiento artístico y cultural.
Mi conclusión
No creo que haya una respuesta correcta. Lo que sí me parece es que es difícil mantener una sola postura respecto a estos temas. Cada caso es particular, con cada artista varía porque nuestra relación con ellos y con sus obras es diferente. Podemos sentir apego por algunas obras y por otras no, y en base a eso vamos a definir si separamos a la obra del artista o no.
Hay contradicciones, y es casi imposible que no las haya ya que nuestra forma de vincularnos con el arte no es exclusivamente intelectual; sino que es, más que nada, sensible. Y nuestras experiencias sensibles nos generan emociones que no podemos controlar, ni racionalizar. Nos dejamos llevar por las sensaciones, por el disfrute de ver esa película que tanto nos gusta.
Más allá de lo emocional de la cuestión, creo que en estas situaciones hay que visibilizar el problema y no permitir que los creadores de estas obras sean exceptuados por su condición de artistas; hay que recordar que son personas iguales a nosotros.
Lo más importante y humano que podemos hacer es ser respetuosos y empáticos con las víctimas y darles el espacio que necesitan para hablar, y finalmente sanar.