El incremento de la pobreza durante los últimos años pareciera no tener techo y esto se ha evidenciado -marcadamente- durante el año 2020 cuando la pandemia comenzó a azotar con crueldad a la dañada economía del país, y reveló que las políticas públicas implementadas por el gobierno (y gobiernos anteriores) no estaban, ni están diseñadas para paliar la enorme crisis que vivimos, porque su objetivo concreto es salvaguardar los intereses del capital.
Según los Principios Rectores sobre la Extrema Pobreza y los Derechos Humanos aprobados por el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, a través de la Resolución 21/11 en septiembre de 2012, “la pobreza no es solo una cuestión económica; es un fenómeno multidimensional que comprende la falta tanto de ingresos como de las capacidades básicas para vivir con dignidad”.
“Por un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres”
Rosa Luxemburg.
El rol del Estado como garante de la pobreza
Los niveles alcanzados de pobreza y de indigencia en el país son los principales indicativos de que la gestión capitalista de la pandemia no estuvo relacionada con la implementación de políticas destinadas a proteger los intereses de la clase obrera argentina sino que se dedicó a subsidiar al capital generando así un crecimiento de la desigualdad, a partir de la pérdida generalizada de los puestos de trabajo, las suspensiones, cierres de fábricas y locales comerciales que no pudieron sortear este escenario de crisis económica y sanitaria.
Ante todos estos eventos, la pérdida del poder adquisitivo con salarios a la baja, la precarización laboral y las contrataciones bajo un esquema de monotributo, el resultado final de este cóctel explosivo es la pobreza a la que se suman de forma directa el problema habitacional y de los medios de transporte.
En este sentido, podemos afirmar que el Estado es el principal responsable del empobrecimiento y la precariedad de las condiciones de vida de la población ya sea por acción o por omisión. A esta altura, la situación de pobreza, indigencia y marginalidad no se consiguen superar solo con la implementación de políticas públicas, porque, de hecho, son estas mismas, las que han dado origen a la miseria social en la que hoy nos vemos inmersos.
Desde el Estado, remarcan que este empobrecimiento se debe mayormente a la inflación pero en lo que respecta a las políticas anti-inflacionarias, el aumento de salarios y jubilaciones no entra en el eje del debate. Incluso, durante el año 2020, la implementación del IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) solo alcanzó solamente a nueve millones de personas de las más de once millones de solicitudes que se recibieron.
Quienes fueron los beneficiarios de este mal llamado «beneficio», fueron mayormente los trabajadores informales, trabajadoras domésticas, desempleados y monotributistas de las categorías más bajas.
El gobierno abonó el IFE en cómodas cuotas de diez mil pesos en tres oportunidades para luego, anunciar que no estaba en sus planes realizar un cuarto pago. La deuda del Estado fue y es con los trabajadores, pero sin embargo, frente el escenario crítico de pandemia a nivel mundial y frente a una economía en estado de coma, se priorizó el pago de la deuda al FMI.
Las mujeres, las más perjudicadas
Si analizamos la situación de la mujer en contexto de pandemia y pobreza estructural podemos hacer mención a los últimos datos que aportó el INDEC en torno a la situación laboral en el país. En este sentido, se puede deducir que tres de cada diez mujeres jóvenes se encuentran desempleadas y en búsqueda laboral mientras que en Latinoamérica, la situación laboral de las mujeres viene sufriendo un retroceso de larga data.
Asimismo, tras el anuncio de las medidas restrictivas y los cierres preventivos durante 2020, la situación laboral de las mujeres empeoró aún más dentro de los rubros relacionados con la gastronomía, la hotelería y el trabajo doméstico al mismo tiempo que, en el área de la salud -considerada la primera línea de defensa contra el COVID-19- y cuyas tareas son consideradas esenciales, las mujeres se encontraron trabajando en condiciones adversas, con trabajos precarizados, sueldos de miseria, cumpliendo una sobrecarga horaria debido a que la «esencialidad» demandó la suspensión de licencias y vacaciones.
Además, en la mayoría de los casos, tanto en hospitales como en centros de salud de todo el país, no se cumplían ni se cumplen con los protocolos de higiene y seguridad para el desempeño de sus tareas diarias, exponiendo a las trabajadores y trabajadores a un contagio asegurado. En este último punto, es necesario advertir que el rol de los sindicatos fue fundamental y determinante a la hora de hacer la vista gorda y frenar la lucha de las y los trabajadores de la salud.
Frente a este escenario de crisis, descomposición social, miseria y hambre, la lucha conjunta de la clase obrera se hace cada vez más necesaria para terminar con este sistema de muerte y desolación que solo nos puede ofrecer el capitalismo.
Exponer a los oprimidos la verdad sobre la situación es abrirles el camino a la revolución. –
León Trotsky.