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“¡Yo me callo, pero el silencio grita!”: Malasangre

Pocos desenlaces de obras de teatro logran una catarsis tan reveladora, fuerte y reflexiva como la de La Malasangre, de Griselda Gambaro (1982). En esta historia de amor, que transcurre entre las carrozas federales, el odio a los unitarios y las costumbres despiadadas en el seno de una familia rosista, las cosas se saldrán de control para todos.

Malasangre y un retrato de la sociedad de época.

Y es que lo que se cuenta en La Malasangre es mucho más que la repulsión y el escarnio hacia el diferente; es la vida social, política y cultural de una época roja en la Argentina que tiene un valor sumamente significativo si nos ponemos a pensar en lo que estaba ocurriendo en nuestro país a principios de la década de 1980 (contexto perfectamente amplificado por María Belén Landini para El Centro Cultural de la Cooperación).

Cada palabra, cada frase, cada réplica construyen poco a poco el argumento de la obra y nos preparan para el desencadenamiento, del que saldremos renovados al igual que la protagonista, Dolores. Esta muchacha, que en un principio se encuentra demasiado lejos de la vida, despierta de la mentira gracias a la llegada de Rafael, su profesor jorobado. La joven comienza a interpelar las acciones de su padre y a dejar de normalizar cuestiones que antes le parecían naturales.

malasangreEs así como llegamos al último acto de esta obra y, sin spoilear la causa que lleva a este diálogo entre padre e hija, nos adentramos en un ida y vuelta de palabras que se lanzan como cuchillas y que atraviesan los pensamientos de cualquier lector.

El padre, Benigno, insistente y encubridor, sometedor y violento, quiere seguir haciendo lo que siempre hizo con Dolores: mandarla a dormir y hacer de cuentas que no ha pasado nada, de que “ni hay que hablar de lo ocurrido”. Pero lo que desconoce este padre es que esta hija ya no es la misma, ya no responderá del mismo modo ante sus agravios y maldades, ya no será cómplice de él.

Y aunque no pueda desatarse físicamente de su encierro, su espíritu sí. Dolores replica: ¿Cómo no te das cuenta, papito? Tan sabio. ¡Ya nadie ordena nada! ¡Ya no hay ningún más allá para tener miedo! ¡Ya no tengo miedo! ¡Soy libre! Ante la “afrenta» de su única hija, Benigno siente que ha perdido las riendas de todo su poder y que si no logra espantarla con sus gritos perderá la batalla verbal que se ha iniciado
entre ambos.

PADRE: ¡Silencio!
DOLORES: ¡Te lo regalo el silencio! ¡No sé lo que haré, pero ya es bastante no tener miedo!
¡No te esperabas esta, tu niñita, tu tierna criatura…!
La discusión va llegando al punto álgido y el padre aún sigue exigiendo silencio, como si aún tuviese alguna autoridad sobre esa hija a la que ha manipulado durante toda su vida, como si temiese aceptar que ahora esta hija ya no le tiene miedo ni respeto.

PADRE: ¡Silencio!
DOLORES: ¡El silencio grita! ¡Yo me callo, pero el silencio grita!

Durante toda la discusión, que finaliza con esa última línea de Dolores, captamos la intención de Gambaro y la carga emocional que lleva consigo la palabra elegida: Silencio.

Este silencio es contrastado con el poder, con el cual es costumbre silenciar voces a través de dinero, manipulación, mentira o simplemente implantando la semilla del miedo. Y acá no hay una excepción a la regla: el poder acalla todo lo que tiene el potencial de convertirse en libertad (como al amor, como a los ideales) valiéndose de los métodos más sanguinarios y amorales que existan. Pero el silencio grita, y grita muy fuerte.

Y mientras las Dolores del mundo sigan poniéndose de pie y peleando por hacerse escuchar, será el silencio cada vez más y más y más fuerte. Hasta que cada uno de los poderosos gire sobre sus pies y advierta, como Benigno, que ha perdido.
PADRE: (Se yergue inmóvil, con los ojos perdidos. Suspira) Qué silencio…

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