Agota
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Agota Kristof y la crudeza del mundo

Sin ninguna formación especial, a base de paciencia y abnegación, la escritora húngara evidencia la crudeza que significa vivir en un mundo en donde reina la perversidad y la malicia.

Agota Kristof tuvo que abandonar Hungría a los 21 años por la intervención de su marido en la revolución contra el régimen prosoviético. 

Un repaso por la vida de Agota Kristof

Esa experiencia provocó en la autora una preocupación por los vínculos familiares y las consecuencias de la guerra, que años después serían el centro de su obra literaria la cual utilizaría para explicar la crueldad del siglo XX.

De pequeña Agota leía cada uno de los pocos libros que encontraba en su casa y junto a ellos fue creando poesías, ésta autora descubrió que en sus versos la vida estaba planteada de otro modo y comprendió que la realidad era un puente que se debía cruzar para alcanzar la verdad.

AgotaMientras Hungría se levantaba en armas contra el yugo estalinista durante una veintena de días antes de que las tropas soviéticas le hicieran frente a ese nuevo despertar revolucionario y provocaran como consecuencia la muerte de miles de ciudadanos, Agota huyó junto a su esposo y su hija de cuatro meses, en busca de un calmo destino hacia Neuchátel, Suiza.

Al cruzar la frontera, la autora perdió la pertenencia a su pueblo, dejo atrás su idioma natal, postergo su idea de escribir como lo había pensado desde que cumplió doce años y comenzó a trabajar en una fábrica. Luego de cinco años, renunció a su trabajo, se divorció y comenzó a escribir poemas en húngaro, los cuales traducía al francés con la ayuda de su hija. 

El estilo de escritura de ésta autora húngara es áspero, utiliza frases objetivas, sin emociones ni explicaciones, su autobiografía tiene esa crudeza que tanto caracteriza a cada una de sus obras literarias.

Da igual, publicado por Alpha Decay, reúne veinticinco cuentos que la autora ha escrito desde que se exilió de su país natal, allí habla sobre lo despiadado como un tema común, el título de esta obra hace alusión a la dura increencia que existe en las consecuencias de los actos de la humanidad.

Cada uno de estos breves cuentos se desarrollan en una atmosfera extraña y perturbadora, en donde las pesadillas del mundo de Agota ocurren en lugares inseguros, hostiles, evidenciando que la desgracia puede manifestarse en cualquier momento y lugar.

Aquí, todo da igual, nada importa, la autora explica que la vida es despiadada, que nadie la puede cambiar pero quizás, existe una pequeña posibilidad de encontrar compasión y ternura entre tanto caos y desconcierto.

La crudeza de sobrevivir, la imposibilidad de escribir, la locura y el odio, con un estilo que no da respiro alguno; una mujer le explica al doctor que su marido se ha partido el cráneo con un hacha al caerse de la cama, un chico revisa su buzón dos veces al día esperando una carta de los padres que lo han abandonado al nacer, conflictos familiares, traumas infantiles, brotes de locura y decisiones letales son algunos de los temas que trabaja la autora en esta obra. 

AgotaMi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa. ¿Qué es duro? También lo es la vida”, Agota Kristof.

Sus palabras eran filosas, su trabajo literario era casi autosuficiente en el que solo necesitaba recordar la envergadura de sus espantos. Retrata a su manera un país en donde ella habito, en donde no hay consuelo ni distracciones.

La independencia vital de esta mujer, dueña de una notable rabia intelectual, es un claro ejemplo que utiliza para evidenciar que no le debe nada a nadie, que tampoco pide nada pero que sí es consciente de que sus experiencias de vida le sirven para desarrollar de manera impecable cada párrafo de sus obras.

La brusquedad de los remates de la mayoría de sus historias subraya cómo nunca estuvo al alcance ninguna solución para sus personajes, quienes de un momento a otro se encuentran sumergidos dentro de un drama infernal. Sus personajes no creen en los sentimientos y ella, tampoco.

Pocos años antes de su fallecimiento, Agota dejó de escribir por un motivo simple, declaró, en varias entrevistas, que no lo necesita, que para ella la escritura es demasiado importante como para hacer algo que no le guste.

El modo en que ésta autora escribe es calmo pero igualmente perturbador, exhibe la crueldad de una manera auténtica. Similar a su estilo es el trabajo de Juan Rodolfo Wilcock, escritor italo-argentino, quién utiliza la sátira compasiva para hablar sobre el alcance de los proyectos y ambiciones. La sinagoga de los iconoclastas, su obra más reconocida está absorbida completamente por su humor casi siempre homicida que conduce a lo escalofriante.

Agota Kristof es una escritora que te da ánimos pero nunca te empuja. En sus obras es difícil notar si creía o no en la especie humana ya que en las mismas disminuye los atributos de la humanidad. Demuestra la potencia de la literatura, la cual es la posibilidad que la misma tiene de cuestionar hasta lo que unas páginas atrás no parecía verosímil. 

En sus obras literarias utiliza al escepticismo para explicar la vida misma, a sus lectores no les exige fe o compromiso con sus historias, cuenta su vida a través de sus escritos y con ellos les provoca melancolía y abatimiento.

La muerte de un obrero, Agota Kristof –fragmento del libro «Da igual».

Inacabada quedó la sílaba, sin significado, colgada entre la ventana y el jarrón.

Inacabado el gesto de tus dedos debilitados dibujando la mitad de una N mayúscula en las sábanas.

— ¡No!

Te creías que bastaba con mantener los ojos abiertos para que la muerte no pudiese alcanzarte. Los has abierto de par en par hasta el límite de tus fuerzas, pero ha llegado la noche, te ha cogido entre sus brazos.

Ayer aún pensabas en tu coche, que no acabaste de lavar aquel sábado ya tan lejano en que notaste aquella dolorosa punzada en el estómago por primera vez.

—Cáncer —dijo el médico, y la pulcritud de tu cama de hospital te horrorizó.

Incluso tus manos se volvieron blancas con el paso de los días, las semanas, los meses. Ya no se te rompían las uñas, una vez desaparecido su aceite inevitable, y te crecieron largas y rosadas como las de un funcionario.

Por la noche llorabas en silencio, sin hipidos, sin sacudidas, solo lágrimas que resbalaban suavemente por la almohada, sin ruido, en la sala común donde la luz verde de las lamparillas te cavaba fosas en las mejillas y bajo los ojos de tus vecinos enfermos.

No, no estabas solo.

Erais seis o siete muriéndoos un día tras otro.

Como en la fábrica. Tampoco estabas solo, erais veinte o cincuenta haciendo el mismo gesto un día tras otro.

Tu fábrica no fabricaba relojes solamente, también fabricaba cadáveres.

Y en el hospital, como en la fábrica, no teníais nada  que hablar entre vosotros.

Tú pensabas que estaban dormidos, o que ya se habían muerto.

Los otros pensaban que tú estabas dormido o que ya te habías muerto.

Nadie hablaba, tú tampoco.

Tú ya no querías hablar, tú lo único que querías era acordarte de algo, pero no sabías de qué.

No había nada de qué acordarse.

La fábrica te quitó los recuerdos, la juventud, la fuerza, la vida. Solo te dejó el cansancio, el cansancio mortal de cuarenta años de trabajo.

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