02 de agosto de 2021
Querida María
Ante todo, mil perdones por la demora en contestarte. Estoy atravesando un período de mucha intensidad intelectual y, sobre todo, espiritual; los días pasan en sucesión estroboscópica y por momentos me parece un continuo amorfo y paradójico donde una semana puede durar lo que un parpadeo, y un parpadeo puede demorar una semana entera.
Retengo tu idea de la luz que, por demasiados motivos, me interpela fuertemente. El otro día un amigo me leyó un fragmento de «El desierto sonoro» de Valeria Luiselli en el que decía (cito de memoria) que aún la luz más débil puede enseñarnos a ver algo, aunque sea conocer la densidad de las oscuridad que nos rodean. Esa luz de la vela hoy para nosotros es lo más próximo a la ceguera, y sin embargo desde el paleolítico inferior hasta 1890 esa fue la iluminación con la que el ser humano cenaba, pensaba, escribía y se divertía.
La luz artificial de este mundo artificial terminó desalojando la negritud de las noches sin luna y ahora podemos vivir en medio de un día polar de 24 horas con sólo dejar las lámparas LED encendidas.
Como dijera Benjamin, es irrisorio que un poeta de la ciudad hoy le escriba a la luna. Sin embargo, en un sentido existencial, creo que la mayor parte de la humanidad está sumergida en la oscuridad más profunda, esa que solemos denominar «tiniebla».
Tenés razón, María: las palabras son cuerpos; son prolongaciones de nuestro propio cuerpo, criaturas de tres dimensiones que proyectamos hacia el exterior; son objetos que depositamos en un papel y sondas que lanzamos lo más lejos posible en espera de una respuesta a nuestras preguntas más profundas: ¿Hay alguien allá? ¿Hay Alguien en el Más Allá?
Y cuando ya estamos cansados de preguntar y preguntar y estamos al borde de dejar todo, el día menos pensado llega una respuesta desde el lugar también menos pensado, aunque sea de la boca abierta de un inodoro. Esa respuesta será la poesía, y por eso mismo será la verdad. Y viceversa.
¿¿Cómo?? ¿Acaso hay verdades? ¡¡Pues claro que sí!! Dejemos a los relativistas que se autocondenen a la infelicidad de un escepticismo perpetuo. Gocemos nosotros con la alegría de una verdad hallada, aunque sea pequeñita y modesta, aunque sea un inodoro roto abandonado en medio de una calle. Eso será suficiente para comenzar a descubrir otras verdades.
Un abrazo enorme enorme y otra vez enorme