La fina línea entre artista y asistente
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La fina línea entre artista y asistente

Recuerdo que me sorprendí la primera vez que escuché que muchos pintores, desde el Renacimiento hasta la actualidad, tienen asistentes; pero no se trata de asistentes que ayudan preparando la pintura o manteniendo el orden en el taller, son asistentes que pintan junto a los artistas, y también, en algunas ocasiones, sin ellos.

Los asistentes son quienes se involucran en el proceso creativo de las obras, pero sus nombres no aparecen cuando ésta se cuelga en un museo o en una galería de arte prestigiosa. Sus identidades desaparecen entre las pinceladas que hicieron con su propia mano. Me sorprende y no sé bien cómo sentirme al respecto, intento ponerme en el lugar de esas personas e imaginar qué piensan. ¿Está bien, está mal? No sé si son preguntas válidas. ¿Tendría que darse crédito a los asistentes por su aporte a la pintura?, ¿Deberían mantenerse como la sombra del artista de renombre? Creo que esas preguntas sí son importantes, pero no tienen una respuesta fácil.

Los comienzos

Ya desde la Edad Media, quienes querían aprender el oficio de la pintura debían formarse junto a un maestro. En general, estos profesores eran artistas reconocidos que abrían sus talleres para que las personas que lo desearan fueran a aprender. Para llegar a dominar la pintura, debían ir ascendiendo en la jerarquía de ayudantes y, una vez completada su formación, dejaban el taller de su maestro.

En el Renacimiento esta dinámica se mantuvo: los artistas tenían asistentes que los ayudaban en su trabajo y, a cambio, ellos les enseñaban a pintar. La relación maestro-discípulo estaba presente no sólo en la pintura, sino también en otras disciplinas como la filosofía. Sin embargo, la historia nos dice que estos asistentes también dejaron su huella en las obras de arte de la época. 

En aquel entonces, para que la pintura se considerara un “original”, el artista debía pintar la parte más icónica –la cara de la Madonna o de Venus, por ejemplo– y sus asistentes terminaban el fresco, mientras el artista se ocupaba de cuestiones diplomáticas o comerciales. El artista diseñaba el primer boceto, determinaba los detalles de la composición y luego dejaba que sus asistentes completaran el fresco.

Asistente - Boticelli - El Nacimiento de Venus -

Muchos historiadores y críticos de arte afirman que esto sucedía durante el Renacimiento, pero hay gente que se niega a creerlo. Uno de los casos que más controversia genera es el de la bóveda de la Capilla Sixtina: Michelangelo Buonarroti comenzó a pintarla en el año 1508, con ayuda de cuatro asistentes que preparaban los colores y pintaban algunas partes del fresco, las menos significativas. Es cierto que Michelangelo terminó con serios problemas físicos después de pintar la Capilla Sixtina por la posición en que debía hacerlo, pero eso no descarta la posibilidad de que quizá tuvo ayuda. 

Me pregunto si es algo tan difícil de creer porque tampoco me parece una atrocidad, una abominación como muchos consideran. Creo que es algo posible, dada la dificultad que representaba la obra. Además, la técnica del fresco es extremadamente compleja: implica una mezcla de arena y cal que se pone sobre la pared a pintar, en la cual se aplican rápidamente los colores sobre la pared húmeda. Estos se fusionan químicamente con la cal y son imborrables una vez que se seca la pared. Esta técnica requiere gran esfuerzo físico porque la mezcla debe hacerse todos los días y se tiene que pintar sobre ella antes de que se seque.

Entre los años 1624 y 1625, en la ciudad de Leiden en los Países Bajos, Rembrandt inauguró su estudio. Era una especie de laboratorio al que asistían quienes querían aprender a pintar. Ahí Rembrandt pensaba y dibujaba los bocetos de sus pinturas, algunas de las cuales eran terminadas en el laboratorio. Hoy en día, existen muchas obras que no se sabe a quién atribuírseles, si al propio Rembrandt, o a algún integrante de su estudio. Peter Paul Rubens también estableció su estudio de arte con especialistas en paisajes y animales. Algunos de ellos -como Anthony Van Dyck, Jacob Jordaens, Frans Snyders, entre otros- incluso lograron alcanzar la fama.

Más tarde, los impresionistas y postimpresionistas descartarían por completo la posibilidad de un asistente ya que preferían trabajar solos. Se trataba de una elección personal ligada a la forma de pintar: en sus obras, cada pincelada es única e irrepetible, el gesto de la mano es individual, imposible de imitar por otros. La sensibilidad no puede ser traducida en indicaciones a terceros; pintar, para ellos, era un acto profundamente íntimo y efímero.

En el arte contemporáneo

En la actualidad no suele hablarse mucho de esto, es un tema que resulta incómodo, difícil de asir. Si estamos en una galería de arte o en un museo y nos acercamos al cartel junto a la pintura para leer el nombre del artista, no cruza por nuestra cabeza la posibilidad de que no haya sido este quien pintó la obra. No obstante, es posible y sucede con muchos artistas contemporáneos.

Alexander Gorlizki vive en Nueva York, mientras que sus pinturas provienen de siete artistas que las hacen por él en Jaipur, India. Para Gorlizki, tener asistentes que hacen sus pinturas le saca de encima la molestia de la técnica, del pintar en sí. Además, habla abiertamente del uso de asistentes, y escribe los nombres de los artistas en el reverso de la pintura.

Otro caso conocido es el de Jeff Koons, quien tiene alrededor de 150 personas trabajando para él. A diferencia de Gorlizki, él supervisa el trabajo a diario: «Estoy aquí de lunes a viernes y trato de viajar lo menos posible. Las pinturas son como si yo hubiera hecho cada marca.»

Nathan Gluck, colaborador de Andy Warhol, dibujaba los objetos que luego serían parte de la obra final, mientras que Warhol corregía los detalle y a veces hasta modificaba la composición completa. Gluck también proponía ideas que después el reconocido artista plástico concretaba en sus obras. Esta forma de trabajar en conjunto, artista y colaborador, fue llevada a su máximo potencial en “La Fábrica”, el estudio de arte de Andy Warhol. Existen muchísimos casos más, como el de Damien Hirst, o Milo Lockett, que tiene tres asistentes que se dividen las tareas de lijado, pintura y barnizado. 

Asistentes, ¿artistas también?

La cuestión de los asistentes, entonces, queda inconclusa. En algunos casos, ayudan con tareas y colaboran en el proceso creativo del artista; en otros, como con Alexander Gorlizki o Jeff Koons, directamente son los creadores de la obra de arte. Su mano está impresa en cada pincelada, en cada dibujo y gota de pintura de la obra.

En el Renacimiento, quienes asistían al laboratorio buscaban aprender a pintar, y el artista actuaba como maestro. En la actualidad, muchos de los “asistentes” ya saben pintar, y van a los estudios de estos artistas para trabajar en conjunto.

La duda persiste: ¿quién es el artista en cada caso? Parece un poco injusto etiquetarlos como artista, asistente, maestro, discípulo. Los límites son difusos, ya que no puede asegurarse quién se ocupó de cada cosa en la creación de la obra. Quizá lo que habría que sacarse de la cabeza es la idea del genio solitario, el pintor atormentado que no necesita ayuda de nadie. En disciplinas artísticas como la pintura, la presencia de asistentes es compleja; para algunos críticos de arte la obra en la que intervinieron otros no es legítima, no puede considerarse un original del artista. En el cine, en cambio, el trabajo se hace en conjunto, en equipo, y no por esto deja considerarse arte.

Sin embargo, quienes no son considerados el autor de la obra, la mayor parte del tiempo no son recordados. Algunos, como los asistentes de Rubens, pasaron a la historia, ¿pero qué pasa con los que no? No hay registro de ellos, sus nombres desaparecieron dentro del canon artístico. Es como si no hubiesen existido, no hay forma de saber si participaron o no en la obra. 

Incluso si observamos muchas pinturas, quizá nunca lo sepamos. ¿Dónde están?, ¿dónde quedaron esas personas? Esto se relaciona con el culto al nombre propio presente en todas las disciplinas artísticas; este posiciona siempre al autor por encima de la obra en sí. No importa qué es lo que produce, importa quién fue el creador, el artista. Releer los textos de Barthes o Foucault sobre la cuestión del autor, pensando en este tema, puede ser una forma de abrir la cabeza, de analizar desde otra perspectiva. 

En la contemporaneidad conviven los dos espectros: para algunos, el arte es algo personal, que se vive de forma solitaria. Para otros, el arte es colaboración, creación en conjunto, lugar donde abundan diversas miradas e ideas. Una experiencia íntima compartida con otros. 

Detrás del nombre propio que acompaña a la pintura, hay identidades que fueron borradas de la obra. Personas de las que no quedaron huellas, “asistentes” o “ayudantes” que fueron desplazados de la obra de arte final. Una desterritorialización dentro de su propia creación. Como espectadores, tenemos que buscar a estas personas e intentar darles el reconocimiento que se merecen. Para lograr esto es mejor sacar las etiquetas: quizá artista y asistente, al final, sean lo mismo debido a que tienen la misma influencia sobre la obra. La cuestión está en la recepción, en quienes consumimos el arte. Ahí es donde hay que cambiar la forma de mirar, para no invisibilizar a estas personas.

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